La trilogía distópica de Margaret Atwood

Los libros de MaddAddam describen un futuro escalofriante que se acerca cada vez más

Publicado en: El Nacional

Una de las Conferencias TED que más me ha impactado es la de Paul Wolpe sobre bioingeniería. En menos de veinte minutos, el investigador nos introduce a un abanico de animales y bichos fantásticos: Mascotas que brillan en la oscuridad. El “liger”, una mezcla de león y tigre. La (¿el?) Cama, un híbrido camello-lama. Y mi favorito: el camello-zebra o “zorse”.

 

 

Las mejores distopías son aquellas que parecen premonitorias. Esta es la razón por la cual las torres con micrófonos integrados me dan miedo. El “Echo” de Amazon o el “Home” de Google son sistemas de supervisión permanente. Tener uno en mi casa me acerca demasiado a Winston Smith, el personaje de 1984. Todos recordamos cómo George Orwell abre el libro: Winston es obligado a realizar ejercicios de calistenia por una televisión que puede observarlo. Amazon y Google no tienen detectores de movimiento todavía, pero esto no les impide recolectar datos sin nuestro permiso y tratar de orientar nuestros hábitos de consumo con sutileza.

 

Estas dos ideas forman las hipótesis, más que plausibles, que dan vida a la trilogía MaddAddam. Al final del tercer libro, la autora canadiense nos explica que todas sus conjeturas se basan en experimentos y tecnologías que están en desarrollo. Tal vez sea por esto que los libros me fascinaron. El futuro que propone nos deja un sabor en la boca a urgencia, a inmediatez. Como especie, hemos superado los experimentos eugenéticos de Mengele y las fantasías tipo Isla del doctor Moreau, para llegar a un punto en el cual podemos intervenir y diseñar nuestra evolución.

 

La trilogía empieza con Oryx y Crake, un libro con la estructura típica de una serie norteamericana tipo Lost. En un futuro postapocalíptico, uno de los sobrevivientes a un ataque bacteriológico relata sus andanzas en una playa. Esto se intercala con capítulos flash-back en los cuales entendemos cómo llegó hasta aquí. Así, el personaje principal, Jimmy el hombre de las nieves, es sólo un vehículo para llegar a los verdaderos autores de la debacle: dos jóvenes que se hacen llamar Oryx y Crake.

 

 

Es sólo en el tercer libro que accedemos a la epopeya completa de Crake, un joven de una inteligencia excepcional, capaz de diseñar seres humanos superiores. Los personajes viven en una represiva autocracia, donde los cuerpos de seguridad, llamados CorpSeCorps, vigilan y controlan a todos los ciudadanos. El panorama propuesto es el de una ciudad futurística tipo Blade Runner, con urbanizaciones cómodas donde viven los ricos y guetos sucios para los pobres. El lector entra de lleno en la ciudad en el libro dos, El año de la inundación. Es acá donde conocemos a los “Jardineros”, un grupo de ecologistas radicales, hackers y anarquistas, que viven en las azoteas de los edificios. Son ellos quienes contactarán a Crake y lo harán parte de su red.

 

 

La sociedad que dibuja Margaret Atwood está obsesionada con la juventud y con la superación de la muerte. La gente pudiente se congela en laboratorios criogénicos, a la espera de una cura para sus enfermedades. Aquellos con aflicciones menores utilizan las drogas de la farmacéutica HelthWyzer, que produce milagros en biología y genética.

 

La autora canadiense utiliza este decorado para explorar una de las teorías de la conspiración más en boga en este momento: el movimiento anti-vacunas. Sucede que el padre de Crake, empleado de HelthWyzer, descubre que la farmacéutica está inoculando enfermedades a la población, con el objetivo de comercializar las vacunas y las curas. Cuando amenaza con alertar al público, es asesinado por los cuerpos de seguridad.

 

La trilogía de MaddAddam es también una historia de venganza y ajustes de cuentas. Desilusionado con la vida y abatido ante la estupidez humana, el joven Crake decide vengarse. Crea una nueva raza en el “proyecto paraíso”, los crakers, quienes estarán entre los pocos sobrevivientes a la epidemia. Porque el joven ingeniero, siguiendo el ejemplo de la farmacéutica, inoculará un virus mortal en las pastillas de la juventud. La sociedad, dada al narcisismo y la banalidad, consumirá estas pastillas como pan caliente. Entonces, llegado el día fatídico, Crake desencadenará la epidemia en diferentes lugares del mundo, acabando con la población mundial.

 

 

Lo que sigue es una lucha por sobrevivir tipo Mad Max. Los jardineros deberán huir de los criminales y psicópatas que quedan vivos, mientras Jimmy hombre de las nieves, vive en una playa junto a los crakers, la nueva especie inventada por Crake.

 

La trilogía MaddAddam es una poderosa fábula distópica que nos previene del posible futuro a venir. También es un trabajo para lectores pacientes: cada libro parece desconectado del otro. Es sólo al llegar a la mitad de El año de la inundación (libro 2) o MaddAddam (libro 3) que entendemos la estructura del relato. Sin embargo, la lectura recompensará el esfuerzo con creces, ya que la trilogía MaddAddam es el tipo de obra que nos queda dando vueltas en la cabeza durante algo de tiempo.

 

Entre Orwell, Huxley, Ziamatine y hasta William Golding: la trilogía MaddAddam es una excelente presentación de Margaret Atwood. Si les ha gustado la serie de HBO La sirviente escarlata (A Handmaid’s tale), son público ideal para MaddAddam. Jamás volverán a comerse una hamburguesa de la misma manera, créanme, ni a vacunarse sin sentir que están en 12 monos de Terry Gilliam.

Publicado en: El Nacional

Imágenes:

Gatos: http://mindennapi.hu/cikk/tudomany/sotetben-vilagito-macskak-az-aids-ellen/2011-09-17/7429

Zorse: http://true-wildlife.blogspot.com/2011/04/zorse.html

 

Oryx and Crake:

https://images-na.ssl-images-amazon.com/images/I/91qo%2BzL-btL.jpg

 

Year of the flood:

https://images-na.ssl-images-amazon.com/images/I/51mEURWl24L._SX322_BO1,204,203,200_.jpg

 

“Animals in Oryx and Crake”:

https://www.google.fr/url?sa=i&rct=j&q=&esrc=s&source=images&cd=&cad=rja&uact=8&ved=2ahUKEwiB1Z3Aw4DeAhUPQRoKHePUAFAQjRx6BAgBEAU&url=https%3A%2F%2Fgeneticsandliterature.wordpress.com%2F2010%2F03%2F21%2Fanimals-in-oryx-and-crake%2F&psig=AOvVaw2eZxZPxC5NuJ2nEXZQ-EP7&ust=1539420762483613

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Proust pictórico (13)


Milagro de la reliquia de Cristo“, Vittore Carpaccio, 1494 (Galería de la Academia, Venecia).

“Carpaccio, al que acabo de nombrar y que era el pintor al que, cuando yo no trabajaba
en San Marcos, más nos gustaba visitar, estuvo un día a punto de reanimar mi amor por
Albertina. Veía por primera vez El Patriarca de Grado exorcizando a un poseso. Miraba
el admirable cielo encarnado y violeta sobre el que se destacaban esas altas chimeneas
incrustadas cuya forma ensanchada, con la roja expansión de los tulipanes, hace pensar
en tantas Venecias de Whistler. Después mis ojos iban del viejo Rialto de madera, aquel
Ponte Vecchio del siglo xv, a los palacios de mármol adornados de dorados capiteles,
volvían al Canal donde las barcas son conducidas por adolescentes con casacas color
rosa, con sombreros adornados de plumas, que se podían confundir con un personaje
que evocaba verdaderamente a Carpaccio en esa deslumbradora Leyenda de José, de
Sert, Strauss y Kessler. Finalmente, antes de apartarse del cuadro, mis ojos volvieron a
la orilla donde pululan las escenas de la vida veneciana de la época. Miraba al barbero
secando su navaja, al negro cargando su tonel, las conversaciones de los musulmanes,
de los nobles señores venecianos en sus amplios brocados y damascos, con sus tocados
de terciopelo color cereza, cuando de pronto sentí en el corazón como una ligera
mordedura. En los hombros de uno de los Compañeros de la Calza, que se distinguía
por los bordados de oro y de perlas que dibujan en la manga o en el cuello el emblema
de la gozosa hermandad a la que estaban afiliados, había reconocido la capa que
Albertina tomó para ir conmigo en coche descubierto a Versalles la tarde en la que yo
estaba lejos de pensar que apenas me separaban quince horas del momento en que iba a
marcharse de mi casa. Siempre dispuesta a todo, cuando le pedí que se fuera, aquel día
que ella iba a calificar en su última carta como «dos veces crepuscular, porque llegaba
la noche y porque íbamos a separarnos», se echó sobre los hombros una capa de
Fortuny que se llevó con ella al día siguiente y que no volví a ver jamás en mis
recuerdos. Y de este cuadro de Carpaccio lo había tomado el genial hijo de Venecia, de
los hombros de este compañero de la Calza lo quitó para echarlo sobre los hombros de
tantas parisienses, que ciertamente ignoraban, como hasta entonces lo ignoraba yo, que
el modelo existía en un grupo de señores, en el primer plano del Patriarca de Grado, en
una sala de la Academia de Venecia. Lo reconocí todo y, como la capa olvidada me
devolvió para mirarla los ojos y el corazón del que aquella tarde iba a salir para
Versalles con Albertina, me invadió unos momentos un sentimiento oscuro, y pronto
disipado, de deseo y de melancolía”.

(La fugitiva, pág. 133)

Entrada de la serie Las referencias a la pintura en En busca del tiempo perdido.

 

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El amor en los tiempos de Houellebecq

“Los cafés de París, donde Miles Davis se enamoró de Juliette Greco hablando de existencialismo, sufren de un sofocante silencio. La gente mira sus teléfonos (…). La verdad es que a todos nos importan más los me gusta de Facebook y los retuiteos. Este tipo me quiere hablar, pero no le ha dado pulgarcito arriba a mi frase inteligente en las redes”

Publicado en: El Nacional

Juliette Grecco y Miles Davis

Hemos digitalizado el amor. Lo hemos transformado en impulsos eléctricos. Amor binario: secuencias de unos y ceros construyendo idilios en la matriz. En París, otrora ciudad del romance, nadie tiene tiempo para quererse. Todos debemos ligar antes de que anochezca (https://www.youtube.com/watch?v=oI3UuneLcyU). El tiempo es el nuevo motor de la economía y nadie vale lo suficiente como para invertir semanas seduciéndola. Lo expedito de la tecnología ha transformado a los franceses en personajes de Houellebecq, seres huecos, vacíos. Bajo la coraza insensible, las caras imperturbables del metro, se esconden estos seres sin alma. París es una simulación: los ciudadanos tragan fármacos para evitar la depresión de esta nada sartreana. Francia es el país que más consume pastillas de Europa. El Xanax ha sustituido al Merlot y al Chardonnay.

 

Este simulacro de felicidad encuentra sus traficantes perfectos en los mercachifles de internet. ¡Hay una chica que quiere coger a cien metros de tu casa!, exclama el culo perfecto, imposible, photoshopeado, desde la ventana del navegador. Niñas apenas legales se entregan a pijas colosales, exclama otra, que propone un dibujo tipo hentai japonés. Nadie habla de amor.

Los cafés de París, donde Miles Davis se enamoró de Juliette Greco hablando de existencialismo, sufren de un sofocante silencio. La gente mira sus teléfonos, algunos simulan conversaciones mientras otros fingen escuchar. La verdad es que a todos nos importan más los me gusta de Facebook y los retuiteos. Este tipo me quiere hablar, pero no le ha dado pulgarcito arriba a mi frase inteligente en las redes.

La gente deja de interactuar porque esto lo hacemos en línea. Una de las aplicaciones más exitosas en Francia es “adopte un mec”, adopta a un tipo. Está orientado a las mujeres, su publicidad es una chica que pasea por un supermercado. Escoge cajas de productos, pero estos son chicos. Llena su carrito de compras con cajas de hombres y pasea, feliz. Los hombres pagan treinta euros al mes para convertirse en productos. Para las mujeres, el sitio es gratis. Si escribes un perfil decente, que te haga parecer normal, las chicas te escogerán. La verdad es que al menos que en tu foto parezcas el hombre elefante o escribas alguna guarrada sobre cómo te gusta asfixiar mujeres, te escogerán. Tarde o temprano te escogerán. Pero nadie te hablará de amor.

Así, los parisinos houellebecquianos en los cafés no tienen que hablar. Son gente esperando que llegue la persona que cliqueó su perfil, para terminar la transacción. Nadie liga en los cafés, ¿por qué lo harías? Exponerte al rechazo social destruye el ego. Un ego que se alimenta de clics.

Solo un psicópata se acercaría a una chica en un café para hablarle. Un psicópata o alguien sin perfil Facebook: no sé cuál es peor. Si tratas de ligar en un café, las parisinas te evitarán como si tuvieras el virus del ébola.

En el mundo digitalizado, construir relaciones lleva demasiado tiempo. Es muy engorroso. Nos expone a ser lastimados. En la vida real no podemos borrar amistades como en Facebook. No podemos bloquear exnovias. No podemos dejar de seguir a aquella que nos rompió el corazón.

Así, la facilidad, la comodidad y la seguridad de la red ha cambiado nuestros romances. Nadie te recitará poemas al borde del Sena. Te mandarán una foto de una cita cutre de Deepak Chopra por WhatsApp seguido de, ¿nos vemos esta noche?, carita-de-besito.

Y no nos lastimarán. Estaremos a salvo del amor. Huecos por dentro, muertos al interior, pero para eso está el Xanax. Hoy en día, Dante no perseguiría a Beatriz al infierno. Si Beatriz le da “unfollow”, Dante abre Tinder y busca “una chica cachonda a doscientos metros”. Dante no tiene tiempo de lidiar con cancerbero. Desliza a la izquierda, desliza a la derecha; en menos de media hora se está revolcando en las sábanas de otra persona, igual de sola, igual de hueca.

Así fingimos, simulamos y pretendemos que nos enamoramos en los tiempos de Houellebecq.

 

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Un inspector en Corea del Norte

James Church y la novela negra en la dictadura de los Kim

Publicado en: El Nacional

Cuando George Orwell publicó su novela 1984, el mundo occidental creyó haber dado con la asíntota del totalitarismo. La distopía del inglés, una sociedad perennemente vigilada y controlada hasta por los niños, representaba el súmmum del horror. No era la primera vez que la literatura planteaba la anulación del espacio privado. En 1921, el ruso Yevgueni Zamiatin imaginó una ciudad transparente, de edificios cristalinos con policías espiándonos desde todos los ángulos posibles. Es por esto que su novela Nosotros inspiró a Orwell. Sin embargo, en 1984 no hacía falta ver a través de las paredes para controlar a los ciudadanos. En el primer capítulo, Winston Smith se levanta ante una especie de “Echo” de Amazon (1) que le incita a hacer calistenia antes de ir al trabajo. Se le obliga a asistir a jornadas de oprobio hacia la resistencia, donde debe gritar insultos hacia los insurrectos. Lo que Orwell entendió, y lo que hace a su novela una obra maestra, es que el control total pasa por el lenguaje. No se puede pensar sin lenguaje. Así, dominar la mente de los ciudadanos equivale a obligarlos a repetir hechos fácilmente refutables en el mundo real. Cuando los gobernantes logran hacer que la masa grite que “la guerra es la paz” o que “la esclavitud es la libertad”, reducen a los habitantes a dóciles mascotas, manipulables y desechables al antojo de sus opresores.

 

Ahora bien, en el mismo año en que Orwell publicaba su pesadilla inimaginable, alguien más, del otro lado del planeta, sentaba las bases para el peor totalitarismo que jamás hayamos visto. Fue en 1949 cuando Kim Il-Sung fundó el “Frente democrático para la reunificación de la patria” y terminó de consolidarse como líder supremo de Corea del Norte. Lo que ha logrado la dinastía psicopática de los Kim es un espanto que rebasa con creces el horror descrito en 1984. En Corea, a nadie se le ocurriría pasar mensajes en papelitos ocultos, como Winston y Julia. En Pyongyang no existen barrios obreros donde usted pueda alquilar apartamentos para estar con su novia en secreto. Por más espeluznante que pareciera la Oceanía de Orwell, al menos había luz (2).

No es de extrañar entonces que Christopher Hitchens haya intitulado su columna sobre ese país como “Peor que 1984” (3). Según el polemista norteamericano, los Kim lograron lo imposible: la creación del hombre nuevo coreano. Es un “enano hambriento que vive en la oscuridad, en la ignorancia y el miedo, que rinde culto a un muerto”, dice (4).

Es difícil conocer la realidad de ese país. El régimen es impenetrable: el gobierno no publica cifras de inflación, o muertes por inanición, o siquiera el número de campos de concentración que posee. El hecho de que los norcoreanos midan en promedio quince centímetros menos que aquellos del Sur es suficiente ilustración. Corea del Norte es un Estado-esclavo, donde todos los ciudadanos son propiedad de una familia desquiciada. El Gran Hermano de Orwell parece Mahatma Gandhi al lado de lo que los Kim son capaces de hacer.

Es en este contexto, y ante la amenaza de una guerra entre Kim Jong-un y Donald John Trump, que la literatura de James Church cobra relevancia. El autor norteamericano ha publicado, desde el 2006, una serie de novelas negras que suceden en Corea del Norte. De hecho, “James Church” es solo el pseudónimo de un ex-agente de los servicios de inteligencia. Así, su “serie del Inspector O.” ofrece una aproximación fascinante al infierno de los Kim. Church destaca no solo por el lugar geográfico en el cual inserta a sus personajes. Su manejo del ritmo, sus descripciones parsimoniosas y precisas, la estructura de la novela y la profundidad de los personajes hacen que sus libros sean una verdadera joya.

El momento es propicio para buscar un ejemplar de Un cadáver en el Koryo, el primer libro de la serie. Es una novela finamente hilada, donde las intrigas políticas se van sobreponiendo en forma de espiral.

El libro empieza con el Inspector O. escondido en una montaña, vigilando la Autopista de la Reunificación. Church expone, en esas breves páginas, toda la locura del régimen de los Kim. Sucede que el “Presidente eterno de la República”, Kim Il-Sung, había trazado con su “mano que nunca se equivoca”, una línea recta entre Pyongyang y Seúl, en Corea del Sur. Ordenó la construcción de la flamante vía por la cual los norcoreanos conquistarían la victoria última. Sin embargo, el territorio era irregular y la autopista imposible de realizar en línea recta. Para ahorrar años de obras, el General encargado prefirió utilizar curvas y desvíos en vez de túneles. Craso error: cuando le presentó el mapa al Presidente eterno, este lo envió directo a un campo de concentración. Su sucesor, mucho más astuto, no se preocupó por enderezar la autopista. Simplemente acomodó el plano, trazando una vía perfecta, como había pedido el líder. Es por esto que en los mapas al interior del país la Autopista de la Reunificación aparece derecha, a pesar de que el propio ojo desnudo deja ver que contiene bifurcaciones y curvaturas.

Esa escena sirve de resumen a lo que es la vida en Corea del Norte: un doble pensar perenne donde arriba es abajo y el agua no moja. No obstante, lo interesante del trabajo de Church no es la exposición de anécdotas horrorosas sobre la vida de estos seres-esclavos bajo el yugo de los Kim. Las intrigas van más allá. El sistema se mantiene gracias a la capa de burócratas y militares que rodean al gobierno. La única forma de sobrevivir en Corea del Norte es tener contactos y negocios paralelos. Desde el control de la moneda hasta la importación de bienes de China y Japón, un grupo de militares conectados vive con cierta holgura en la capital.

Los proyectos totalitarios suelen imitarse. Basta con crear un infierno en la tierra en el medio del cual hay un bolsillo de relativa paz. Ya sea Pyongyang, Phnom Penh en Camboya o Stalingrado, si usted cae en desgracia con la nomenklatura, será exiliado. Con suerte, le tocará hacer trabajos manuales en tierras áridas, si es que no lo mandan a un campo de concentración en Siberia o al interior de Camboya. Es así como se impone el control total: obligue a todo el mundo a romper la ley para sobrevivir y luego escoja a su antojo a quién castigar.

Sin embargo, en estos sistemas hay ciertas personas que gozan de privilegios. Es el caso del inspector O., cuyo abuelo peleó junto a Kim Il-Sung y fue nombrado “el corazón de la revolución”. Esto le permite, por ejemplo, no utilizar el botón con la cara del “Presidente eterno” en su camisa, lo cual le crea problemas a su superior. Cuando confronta a su hermano y le dice que no cree en el discurso socialista sobre los “renegados socavando la revolución”, este le responde que, a pesar de tener la misma sangre, no podrá impedir que lo lleven a justicia junto a “toda esta escoria humana” de ideas occidentales.

Sucede que la vida de un inspector del Ministerio Popular para la Seguridad del Pueblo no es fácil. La economía de Corea del Norte ha colapsado, por lo cual los sueldos se pagan con mucho retraso. Nadie puede quejarse, so pena de ser exiliado a las provincias de una pobreza aterradora. Así, la vida en Pyongyang es una farsa total. Ya que los cupones para surtir los automóviles de gasolina no han llegado, el jefe de O. le propone “dar un paseo, ya que el día está bonito”, en vez de admitir que tiene el tanque vacío. Igualmente, cuando O. se encuentra en la ciudad de Namp’o para seguir su investigación, se da cuenta de que los cupones que le da el Ministerio son inútiles. Como en toda economía arruinada, la moneda ha sido sustituida. La mujer de un puesto de comida callejero le dice, “¿Cupones? Puede que sea vieja, pero no estúpida. La comida vale dinero. El chino es bueno. El ruso también. Con dólares americanos, te doy la mejor comida posible”.

Es esta economía y este estado paralelo lo que mantiene a Corea del Norte en pie. También es la razón por la cual un cadáver en el hotel Koryo preocupa a las autoridades. El Koryo es una especie de Alba Caracas norcoreano. Construido durante los años de expansión, hoy en día el Koryo está derruido. Es aquí donde se alojan los extranjeros, por lo cual las paredes están llenas de micrófonos y las habitaciones de espías.

La realidad es que en estos regímenes la gente aprende a agachar la cabeza y sobrevivir como mejor puede. Es el plan del inspector O., quien hace años ha dejado de creer en la verdad y la justicia. No obstante, la tarea banal de vigilar la Autopista de la Reunificación lo colocará en medio de un juego de poderes entre militares.

Los negocios están por encima de las ideologías. Detrás del discurso supremacista norcoreano, los militares compran automóviles en Corea del Sur y los venden en China. Cuando un militar rival descubre la red de contrabando, intenta tomarla por la fuerza, matando a todas las fichas de su adversario. Es así como el Inspector O. se verá inmiscuido en un peligroso juego del gato y el ratón que lo llevará a recorrer algunos pueblos del interior de ese país.

La saga del Inspector O. no termina con Un cadáver en el Koryo. Los otros tomos que he podido leer, Luna escondida y El hombre con la mirada báltica, son excelentes novelas policiales también. James Church tiene esa rara capacidad de ir de lo particular a lo general, de empezar con la Autopista de la Reunificación y llegar hasta los conflictos geopolíticos de un país tan complicado como Corea del Norte. Es por esto que, con las tensiones escalando entre el Estado-esclavo de los Kim y el resto del mundo, es un buen momento para adentrarse en su obra.

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¿Podemos perdonar dictadores?

Una lectura de la novela “La distancia que nos separa” de Renato Cisneros, hijo del “Gaucho” Cisneros: “Ninguna ley puede obligarnos a perdonar. Los seres humanos tenemos el derecho a manifestar el oprobio más abyecto por los nefastos personajillos que se arriman a las dictaduras. (…) ¿Qué sucede cuando estos son miembros de nuestra familia?”Publicado en: El Nacional

Una sociedad que despierta del horror dictatorial enfrenta retos colosales. Cuando un país es vampirizado por la casta militar, creemos que un cambio de gobierno basta para acabar con la pesadilla. Suponemos que las cosas tomarán su rumbo natural, que los ciudadanos trabajarán juntos para reconstruir el país. Que la democracia y la libertad son faros de Alejandría hacia los cuales corremos todos, naturalmente.

 

Los oprimidos albergan esperanzas. Creen que al pasar la página y tener elecciones libres, el país entero se reconciliará. Nada más alejado de la verdad. Como hijo de un exiliado de la dictadura uruguaya, crecí escuchando debates en torno al perdón de los colaboradores con la dictadura. Es duro admitirlo, pero un país que pretende avanzar debe renunciar a la justicia total. Esto es: encarcelar o juzgar a todos los partícipes de la dictadura. ¿Son todos los miembros del partido culpables de lo que padeció el país, desde los gobernantes, hasta los burócratas con carné del partido? ¿Dónde trazamos la raya? Es el Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt: un militar que sigue órdenes al reprimir manifestantes, ¿cuánta sangre tiene en sus manos?

Las sociedades deben aprender a perdonar, a aceptar la dictadura como parte intrínseca de su historia, si quieren avanzar. Seguir apegados al trauma nos ancla en el pasado. Ya lo dijo Nietzsche en su Segunda consideración intempestiva: la historia puede aplastar a un país y empujarlo a la inacción.

Son argumentos asquerosos, lo sé. Es aceptar la injusticia, los crímenes impunes, los torturadores caminando libres por la ciudad. La política es el arte de construir palacios relucientes encima de montañas de cadáveres. Es así como aparecen leyes de “Amnistía”, de “Reconciliación nacional”, de “Perdón”; para que el Ejecutivo no destine más recursos a perseguir a los cómplices de un régimen decadente, superado.

Sin embargo, en el plano individual las cosas son muy diferentes. Ninguna ley puede obligarnos a perdonar. Los seres humanos tenemos el derecho a manifestar el oprobio más abyecto por los nefastos personajillos que se arriman a las dictaduras. La pregunta es al revés: ¿podemos perdonar a los protagonistas de las dictaduras? ¿Qué sucede cuando estos son miembros de nuestra familia?

El peruano Renato Cisneros (Lima, 1976) ataca esta pregunta en su novela La distancia que nos separa. Renato Cisneros no es cualquier hijo de vecina: es el hijo del “Gaucho” Cisneros, alto miembro de la dictadura militar, líder en la lucha contra Sendero Luminoso y punching ball preferido de la izquierda de ese país. Es intentando conocer a su padre que Cisneros, ahora pisando los cuarenta años, va a descubrir el rol de su padre durante la dictadura. “De lo único que ahora estoy seguro es de que no escribiré una novela sobre la vida de mi padre, sino más bien sobre la muerte de mi padre: sobre lo que esa muerte desencadenó y puso en evidencia”, nos dice en las primeras páginas.

La novela tarda en arrancar, ya que el autor destina una cuarta parte del libro a las relaciones familiares de los Cisneros. El “Gaucho” tenía dos familias, por lo que el propio Renato confronta su condición de hijo natural en estas primeras páginas. Sin embargo, cuando llegamos a los capítulos dedicados a su padre y su rol en el gobierno, nuestra paciencia se ve recompensada. El “Gaucho” Cisneros, al igual que muchos militares, es un conspirador nato. No hay gobierno que no haya soñado tumbar: democráticos o dictatoriales, Alan García o Fujimori, el “Gaucho” siempre urdía complots:

“No le importaba amotinarse ante un jefe ni vulnerar las jerarquías siempre que se lo demandasen sus ideas y esa oscura convicción de estar predestinado a ser el líder de un ciclo político histórico, el militar todo poderoso, el caudillo omnipotente, el mandamás de la república con uniforme, capaz de imponer orden donde hiciese falta y de meter presos a los traidores y desleales al régimen, de mandarlos callar o, si era necesario enviarlos al destierro”.

Es el germen de los desmanes políticos en nuestro continente: el mito del gendarme necesario. Cuando los gobiernos civiles se descarrilan, nosotros no pensamos en salvar las instituciones o enderezar los entuertos con juicios. No: imploramos que vengan los militares “a poner orden”, como si la moral castrense estuviera por encima de los códigos sociales del país.

Justamente, es esa sed de orden y disciplina lo que va a llevar al “Gaucho” Cisneros a convertirse en uno de los personajes más odiados de la dictadura peruana. El “Gaucho” era implacable en todos los ámbitos, ya sea halagando a su hijo al llamarlo insecto (“era fuerte esa cucaracha”) o promoviendo los crímenes contra la humanidad (“si matamos a 60 personas y resulta que 4 son de Sendero Luminoso, esa ecuación me vale”). En otra entrevista, refiriéndose a los senderistas, dice, “¡A los terroristas hay que barrerlos, hay que matarlos sin asco! Después, a los que queden prisioneros, hay que sacarles información con cualquier procedimiento. Si allí deciden abrir la boca, recién podremos estar hablando de diálogo”.

Es en el intento de reducir esa “distancia que nos separa” que el autor va conociendo los rasgos más agresivos de su padre. Asciende con rapidez los peldaños de la política nacional, hasta convertirse en Ministro del Interior. Era, como dice Renato Cisneros, “el ministro más duro en años que ya eran de por sí duros. Hablamos del setenta y cinco, del setenta y seis”. Peor aún, las desavenencias familiares, la dolorosa separación, convierten a una de las hijas del “Gaucho” en líder estudiantil. “Melania tiene veintidós (años), toca con la guitarra canciones de Silvio Rodríguez y guarda simpatías por la izquierda, o por alguna gente de izquierda. Un buen día se asimila al FREN, el Frente Revolucionario Estudiantil Nacional (…). Se enrola primero como integrante y escala poco a poco como activista, dirigente y llega finalmente a ser vocera”.

Tal vez la mejor escena del libro sea la confrontación entre Melania, que pide liberen a los estudiantes presos, y el “Gaucho”, Ministro del Interior que jamás da su brazo a torcer. Es un hombre de mármol, capaz de echar a la cárcel a su propia hija.

Como en todo régimen militar, el “Gaucho” acumula poder. Su perfil gana prominencia gracias a sus declaraciones infelices. Admirador de Tatcher y Kissinger, no escatima al decirle a los periódicos cosas como: “solo si los civiles se portan bien habrá transferencia de poder”, “yo no apreso a la gente con maldad, sino con firmeza” y “a mí nadie me doblega”, lo cual enfurece al presidente de la época.

El “Gaucho” termina execrado, fuera del gobierno. Su vida concluye de manera lamentable: enfermo, odiado y pobre. Porque si algo tiene el “Gaucho” Cisneros que es digno de admiración es que nunca robó. A diferencia de sus colegas, jamás se le hincharon los bolsillos.

“Quizá le faltó ser más astuto o mañoso o cínico, como varios de sus compañeros milicos y civiles que, mientras ocuparon cargos altos, hicieron cerros de dinero metiendo mano en las cajas de instituciones públicas”, explica su hijo.

Así, cuando desaparecen los guardaespaldas y los choferes de cargo, la vida de la familia Cisneros se derrumba. Los hijos salen a trabajar, el propio Renato Cisneros acaba friendo pollos en un KFC.

La distancia que nos separa nos muestra, al final de sus páginas, lo bajo que hemos caído en los estándares de lo que es honorable. Porque un militar recio, torturador y matón (aunque Renato Cisneros no indaga mucho en torno a esto), despierta compasión en nosotros ya que no robó. En eso, es muy diferente de otros gorilones que existen en América Latina, quienes terminan comprándose –diré algo descabellado, al azar– centros comerciales completos y empresas productoras de atún, por ejemplo.

¿Qué prefiere usted, el dengue o la fiebre aftosa? Así estamos en Venezuela: leer La distancia que nos separa nos hace descubrir un militar honorable. Es un personaje rudo, agresivo e implacable. Pero cuando entendemos que no robó ni un centavo, el “Gaucho” Cisneros se alza al panteón de los militares más responsables que hayamos conocido en nuestra historia reciente. ¿Qué prefiere usted, el dengue o la fiebre aftosa? Es difícil leer La distancia que nos separa sin pensar que, con unos cuantos “Gauchos” en Venezuela, habríamos podido evitar la escasez. En todo caso, el proceso de Renato Cisneros es algo que deberemos vivir todos, como sociedad, cuando empecemos a reconstruir el país.

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Inmigrantes que migran

El escritor venezolano Mirco Ferri traza el periplo de una familia italiana en Venezuela

 Publicado en El Nacional: http://www.el-nacional.com/noticias/papel-literario/inmigrantes-que-migran_252318

Venezuela se ha convertido en un país de emigrantes. Las familias gangrenan hijos. Los padres los acompañan al aeropuerto para verlos volar solos por primera vez, como golondrinas. Al final, sólo queda una triste y poco original foto con un mosaico de Cruz Diez que va perdiendo piezas igual de rápido que el país pierde a su clase productiva.

 

El estrés postraumático del chavismo empujó a muchos a buscar la identificación con sus antepasados. Si usted creció comiendo la fabada asturiana de la abuela, los ñoquis de la nona o la francesinha de la tía de Oporto, podrá buscar el codiciado pasaporte europeo. Es el ticket premiado para ir a la Chocolatería de Charlie: un continente con inflación casi inexistente y agua potable corriendo por las tuberías.

 

Esta elipsis identitaria, de italiano-devenido-venezolano-devenido-emigrante, constituye el tema central del libro La puerta que se cierra. Es una epopeya de la catástrofe: familias que huyen de la hambruna de la postguerra europea para terminar huyendo de la hambruna del postchavismo tres generaciones más tarde. Dice el autor: “En Venezuela se está viviendo una situación análoga a la que se vivía en la Europa de la posguerra, con la diferencia de que aquí no ha ocurrido un conflicto bélico convencional”.

 

La puerta que se cierra intercala la narración directa del autor con un alter ego -o superyo según los freudianos-, que va avanzando objeciones y críticas. ¿Hasta qué punto podemos fiarnos de nuestros recuerdos? ¿Y los de nuestros padres? ¿Son las historias familiares un reflejo de la realidad?

 

Mirco Ferri empieza el relato al Norte de Italia, en Verona. La ciudad de Romeo y Julieta es donde uno de sus antepasados conocerá los horrores de la guerra y los placeres del amor juvenil:

 

“(…) a sus quince años, tuvo que enfrentar dos situaciones terribles: el estallido de una nueva guerra, y la muerte de su padre. Era un adolescente, poco más que un niño, pero su condición de hermano varón mayor le impuso unas responsabilidades mucho más grandes que él. Le correspondía la difícil tarea de ser el “capo famiglia”, el jefe del hogar. (…) Eran momentos de desesperación, incertidumbre y terror. Sobre todo si tocaba refugiarse en lugares distantes al propio hogar, lejos de los familiares, sin poder comunicarse con ellos, sin saber de su suerte. Esos momentos revelaban el verdadero carácter de las personas: gestos de desinteresado altruismo se alternaban con acciones viles y egoístas”.

 

Así, un país devastado, humillado y arruinado ofrecía pocas perspectivas a los jóvenes italianos. Según Ferri, “La precariedad de la guerra había uniformado a casi todo el mundo con una apariencia de pobreza imposible de disimular”. Esta es la razón por la cual, cuando nace la hermana del autor, la idea de emigrar aparece con firmeza.

 

“Mi padre conoció [a su hija] a los dos o tres días de nacida, pues las normas imperantes en aquellos tiempos proscribían las visitas antes de ese período, así se tratase del padre de la criatura. Él no cabía en sí mismo del gozo que sentía por aquel acontecimiento, y mi hermana fue su principal responsabilidad desde ese momento. Comenzó a cuestionarse su vida y las pobres perspectivas que le ofrecía su país. En su mente empezó a urdir planes que le permitieran mejorar su condición económica y sostener a su pequeña familia de manera digna. Sobre todo añoraba la posibilidad de tener su propio techo, de salir de esa casa que ya les comenzaba a quedar chica y era el origen de algunos roces, todavía leves pero que amenazaban con intensificarse con el tiempo”.

 

Sigue Ferri:

“Un día llegó a casa con una novedad: “Lauretta, me voy a América”. La noticia le cayó como un pequeño cataclismo a mi mamá, que no se la esperaba para nada. Le pidió explicaciones, y se las dio. Había estado hablando con unos conocidos sobre el tema, y lo refirieron con un empresario que buscaba personal para transferirlo a Venezuela, justo en su ramo. (…) Para mi madre las palabras “Caracas” y “Venezuela” sonaban a jungla, como si hablara de lugares en África. Pero él la tranquilizó, diciéndole que era un país pujante, uno de los que mayor solidez económica poseía en ese momento gracias al petróleo, y a la voluntad de desarrollo que demostraba el gobernante de turno”.

 

Es así como desembarcan los Ferri en Venezuela. Lo primero que les llama la atención son las contradicciones típicas del país, aquél mantra que le lanzan a los venezolanos todos los extranjeros: cómo puede ser el país tan pobre y tan rico a la vez.

“Mi madre ya estaba prevenida sobre la primera impresión que recibiría al entrar a Caracas desde la autopista, pero de todas maneras no dejó de sentirse asombrada por la pobreza notoria de ese trozo de ciudad, impensable en un país con tanta fama de riqueza por su condición de potencia petrolera”.

 

Sin embargo, la Venezuela Saudí los integra rápidamente a la clase media, donde descubren comodidades impensables en Italia:

 

“No obstante el clima político enrarecido, la vida de la gente de clase media no se veía afectada. Más bien había una sensación de bonanza, materializada por el auge inmobiliario y del comercio. Nuevas construcciones se erigían en solares antes vacíos, o se construían sobre los cimientos de otras ya caducas. Y el parque automotor iba en un constante ascenso; era muy común que cada familia poseyera al menos un vehículo”.

 

La puerta que se cierra es un canto a la nostalgia de la Venezuela perdida. Ese país lleno de oportunidades, donde el joven Mirco Ferri podía refugiarse en los libros. Ese país que permitió que los hijos de una familia inmigrante italiana se convirtieran en profesionales con estudios.

 

El autor no niega los problemas políticos y sociales de su época, pero sí deja bien en claro el cambio ocurrido en estos últimos años. La revolución no ha dejado sino tierra quemada tras de sí. Los hijos de Ferri, ahora mayores de edad, deberán abocarse al largo retorno hacia el viejo continente. La revolución grita, insulta y corre a los venezolanos; entre tanta desolación, los padres constatan el sostenido deterioro de lo que alguna vez fue una sociedad:

“La ciudad apesta. Apesta a basura, apesta a suciedad. Apesta a gente que no consigue artículos de tocador, ni detergente para la ropa. Apesta a la gasolina de mala calidad, importada quién sabe de dónde. Salir a la calle significa sumergirse en un marasmo de olores desagradables”.

 

Es aquí donde aparece el dolor del desgarramiento familiar. La puerta que se cierra es un documento precioso sobre el spleen de los inmigrantes europeos. Estas familias, que lo entregaron todo para abrazar con entusiasmo el proyecto venezolano, se quedan paralizados en medio de una Venezuela que se derrumba a su alrededor, como una película de Buster Keaton. Estas familias, que se sentían plenamente venezolanas, han sido separadas, forzadas a migrar, a la distancia.

 

“Te imaginabas con toda la familia reunida: hijos, sobrinos, nietos, presidiendo una mesa vestida para el domingo, llena de platos, botellas, alegría y bulla. Creías que los diciembres estarían consagrados a la preparación de las dos especialidades de la casa, una por cada vertiente de la familia: las hallacas caraqueñas, calcadas de la receta original de tu suegra, y los tortellini que aprendiste viéndolos hacer por tu madre; tú serás el oficiante, y comenzarías una tradición que los descendientes propagarían a las futuras generaciones, y que perduraría aún después de tu partida. Pero te equivocabas. El tiempo se encargó de hacerte saber cuán iluso fuiste”.

 

La puerta que se cierra es un libro que cobrará relevancia en el futuro, cuando alguien intente dar sentido a la debacle. Hurgando en nuestro estercolero histórico, se topará con un libro desgarrador, que plasma el sufrimiento de aquellos que estuvieron entre los primeros excluídos. Todos recordamos a las masas chavistas vociferando insultos hacia los inmigrantes, con sus pancartas mal escritas y sus corazones llenos de odio y rencor. El libro de Mirco Ferri es la respuesta más digna y humana que puede darse cuando la violencia y la barbarie te arrebatan todo, tu presente y tu futuro. Termina Ferri:

 

“Ahora creo saber lo que experimentó mi abuela al despedirse para siempre de su hijo, de su nuera y de su nieta. Aunque el guayabo que sentimos los que nos quedamos atrás es grande, sabemos que es lo mejor para ellas, y con eso tenemos el alma en paz”.

 Publicado en El Nacional: http://www.el-nacional.com/noticias/papel-literario/inmigrantes-que-migran_252318 

Ferri, M. La puerta que se cierra (2018), Oscar Toddman Editores:
https://www.amazon.com/puerta-que-cierra-editores-Spanish/dp/9804070332

Imagen de:

https://www.amazon.com/puerta-que-cierra-editores-Spanish/dp/9804070332

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Premio Goncourt 2017: ¿Quién se le enfrentará a Hitler?

El premio literario más prestigioso de Francia es el Goncourt. Se entrega tradicionalmente hacia finales de año, para que el libro ganador decore los pies de los arbolitos navideños. El ganador de 2017, Eric Vuillard, nos ofrece una deliciosa novela sobre la moral individual durante el nazismo.

Publicado en: El Nacional

“Las catástrofes más grandes avanzan a pasos cortos”, leemos en la novela La agenda. Para destruir un país hacen falta dos elementos: un megalómano disociado de la realidad y una sociedad que lo deja hacer. Este es el gran aporte de Vuillard: mostrarnos cómo una Europa cómplice, plagada de enanos políticos de dudosa moral, dejará el camino libre a Hitler para el Anschluss, la anexión de Austria.

 

La salida fácil a los desmanes históricos es circunscribirlos a las intenciones de una sola persona. Alemania es grande, Hitler es solo un error. Basta con reprogramar el bug informático acaecido entre 1933 y 1945 para que el gran pueblo alemán retome su destino.

Leyendo La agenda, nos damos cuenta de que nuestros gobernantes son la síntesis de nuestro país. Los ladrones corruptos capaces de hambrear a un pueblo en su afán de lucro no son una excepción, son la regla. Son la manifestación de la moral colectiva de una nación. Si Alemania ha sabido reconstruirse después de la Segunda Guerra mundial, ha sido porque ha enfrentado el horror. Solo diciendo “los alemanes fuimos Nazis”, es que se puede avanzar. Disculpar a los alemanes alegando que el nazismo era un epifenómeno, una horda de psicópatas que nada tenían que ver con la historia germánica, es perpetuar el mal. Es hacerlo esconderse, refugiarse en las instituciones, hasta que pueda volver a la superficie.

Los primeros cómplices del nazismo son los hombres de negocio alemanes. La escena que abre la novela, a la que volvemos al final, es la reunión de Herman Goering con los empresarios más ricos del país. Es el 20 de febrero de 1933 y el nazismo necesita apoyo económico para ganar las elecciones. Así, los 24 representantes del mundo industrial apoyan el nacionalsocialismo, incluso después de que Goering afirme, “si el partido Nazi gana las elecciones, serán las últimas durante los próximos diez años, tal vez cien”. Es el primer paso hacia la destrucción completa de Europa, a la cual estas empresas sobrevivirán cómodamente, claro está:

“Se llaman BASF, Bayer, Agfa, Opel, IG Farben, Siemens, Allianz, Telefunken. Los conocemos bajo esos nombres. De hecho, los conocemos muy bien. Están allí, con nosotros, entre nosotros. Son nuestros automóviles, máquinas de lavar ropa, productos de limpieza, despertadores, nuestra compañía de seguros, la batería de nuestro reloj. Están allí, representados en estos objetos. Son nuestro día a día. Nos curan, nos visten, nos alumbran, nos transportan por las autopistas del mundo, nos arrullan y despiertan. Los 24 tipos presentes ese día frente al Presidente del Reichstag son sus representantes, el clérigo de la gran industria. Y allí se quedan, impertérritos, como veinticuatro máquinas de calcular a las puertas del infierno”.

Los pactos con el diablo se llevan a cabo con plena consciencia. A pesar de que muchas de estas empresas han hecho un Dudamel, explicando que estaban “al margen de la política” y que eran “patriotas” cuyo rol era apoyar al gobierno, sus actos dejan ver lo contrario. Porque la gran denuncia de Eric Vuillard es mostrarnos cómo estas empresas aprovecharon la guerra para hacerse inmensamente ricos utilizando los prisioneros de los campos de concentración. Dice Vuillard:

“Durante años, [Gustav Krupp] había alquilado la mano de obra de los prisioneros de Buchenwald (…) y Auschwitz. La esperanza de vida era de algunos meses. Si el prisionero sobrevivía a las enfermedades, moría literalmente de hambre al cabo de poco tiempo. (…) Así, Bayer usaba mano de obra del campo de Mathausen, BMW, de Dachau y Buchenwald. IG Farben tenía incluso una fábrica inmensa adentro del campo de Auschwitz”.

De esta manera, el decorado está plantado para que un líder carismático y gritón se ponga a tocar la lira mientras arde toda Europa. Hitler avanza una política basada en la fuerza bruta y la humillación. Vuillard nos hace ver cómo no hay negociación posible con estos tiranos. En noviembre de 1937, poco después de que la legión Condor arrasara con Guernica, el Presidente del Consejo inglés, Lord Halifax, aún cree conveniente reunirse con Hermann Goering. En España los nazis no han dejado piedra sobre piedra, sus movimientos de tropa aumentan en agresividad en todos los frentes; pero los ingleses declaran que llevan a cabo una “política de apaciguamiento” reuniéndose con un sádico creador de la GESTAPO. Hablando de “diálogos” inútiles…

Pero lo más triste es la flaccidez política de los austríacos. El 12 de febrero de 1938, el canciller Schuschnigg se reúne con Hitler, creyendo que puede evitar la anexión de su país. Vuillard nos muestra lo que sucede cuando un solo lado es sincero en las negociaciones. Schuschnigg cree poder convencer, dialogar, llegar a algún acuerdo. Tarda en entender que Hitler ya ha decidido invadir Austria. Este “diálogo” es un juego, una humillación adicional, una demostración de fuerza que busca robarle su honor y su dignidad.

Cuando un Schuschnigg desesperado se defiende explicando que Austria ha realizado una “política alemana, decididamente alemana”, Hitler ve su oportunidad. “¿Llama usted a esto una política alemana? ¡Es todo excepto una política alemana! Austria nunca ha hecho nada por el Reich. Su historia es la historia de una serie de traiciones”.

De esta manera, el austríaco, al igual que el resto de los gobernantes europeos, empieza a ceder. Sin embargo, para Hitler no es suficiente. Busca destruir la moral de su adversario. Es así como redacta un documento donde se especifican los términos de la anexión y, cuando Schuschnigg manifiesta su acuerdo, Hitler agrega cláusulas. Ahora Hitler quiere que los temas de política internacional austríaca sean discutidos en Alemania. Quiere que las ideas nacionalsocialistas sean publicitadas y apoyadas por el gobierno. Austria, paralizada del miedo ante una posible invasión Nazi, no solo cede en todos los puntos sino que decide regalarle a Alemania la ciudad donde nació Hitler, Braunau-sur-Inn.

¿Qué necesidad tienen los alemanes de pasar por este engorroso proceso antes de conquistar, manu militari, la nación de Mozart? Dice Vuillard:

“Es curioso cómo los tiranos más abyectos respetan vagamente las formas, como si quisieran dar la impresión de que siguen los procedimientos formales mientras arrasan con todos los usos y las costumbres”.

Son estos detalles, estas pequeñas vacilaciones del alma, estas dudas morales, las que destruyen los países. Es así como “Schuschnigg el intransigente, el hombre del no, la negación hecha dictador, se voltea hacia Alemania con la voz entrecortada, la nariz roja y los ojos llorosos para pronunciar un débil sí”.

Así, Austria anula el referendo que Schuschnigg había convocado y decide seguir las nuevas órdenes de Hitler: el Canciller renuncia y es remplazado por un Nazi escogido a dedo por Alemania.

El daño está hecho. Al hincar la rodilla ante el monstruo alemán, los austríacos han sellado su suerte. Poco le importará a Hitler haberse salido con la suya: meses más tarde, los tanques Panzer desfilarán por Viena.

Eric Vuillard nos ofrece un viaje por la serie de desatinos, cobardías y desaciertos que paralizaron a Europa. Cuando los países quisieron reaccionar ya era demasiado tarde y la guerra era inevitable. Pero lo que caracteriza la política es el extremado cinismo de sus actores. Por un lado, tenemos los empresarios capaces de instalar una fábrica en el medio de Auschwitz y luego negar que apoyaran al nazismo. También está el Canciller Schuschnigg, patético hombrecillo incapaz de plantársele al Fuhrer. Ahora debemos agregar al peor de todos: Seyss-Inquart, el austríaco nombrado por Hitler.

Parece que a los seres humanos no nos basta con ser un maldito colaborador que hace sufrir a sus compatriotas. No, estos personajes son tan despreciables que ni siquiera tienen la hombría de asumir sus hechos. Seyss-Inquart terminará enjuiciado en Nuremberg:

“Allí, por supuesto, lo niega todo. Él, uno de los autores principales de la incorporación de Austria al Tercer Reich, él no hizo nada. Él, quien recibió el título honorífico de SS de Gruppenführer, él no vio nada. A él, ministro de finanzas del gobierno de Hitler, no le dijeron nada. No fue él quien ordenó reprimir salvajemente el movimiento de resistencia polaco. Él, antisemita sincero que botó a todos los judíos de la función pública, él, a quien responsabilizan de matar al menos a cuatro mil personas, él no sabía nada”.

Qué tristes son los países de moral dudosa. Sistemas donde las instituciones están a la merced del populista de turno. Sociedades donde todos temen a las repercusiones, donde nadie tiene el coraje de parársele al gobernante y subrayar lo ilegal de sus actos. Es así como se pierden las naciones. Son los pequeños actos, el asentimiento de los empresarios alemanes, la cobardía de Schuschnigg y la pusilanimidad de Seyss-Inquart, las que conducen al infierno. La agenda de Eric Vuillard es una increíble obra que nos hace entender que la moral se encuentra en nuestras conductas más pequeñas e insignificantes. No es con acciones rimbombantes a lo ¡Vuelvan caras!, que se construye a un ser humano. Es en el día a día, en el respeto y la empatía, que nos definimos. Porque nunca sabemos cuando nuestro timorato “sí, está bien”, de Canciller austríaco, nos propulsará a la destrucción.

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La desaparición de Josef Mengele: El ángel de la muerte en Argentina

Con “La desaparición de Josef Mengele”, el año pasado Olivier Guez ganó el premio Renaudot que, junto al Goncourt, es la distinción más alta que se puede obtener en Francia para una novela de ficción Publicado en: El Nacional

 

“Desconfianza. El hombre es una criatura maleable, hay que desconfiar de los hombres”, nos dice Olivier Guez en su libro, La desaparición de Josef Mengele (Grasset, 2017). Esta obra ganó el premio Renaudot el año pasado. Junto al Goncourt, es la distinción más alta que se puede obtener en Francia para una novela de ficción.

 

El libro sigue al tristemente célebre doctor Mengele y sus teorías sobre la eugenesia, la manipulación biológica para mantener una raza “pura y aria”. Guez ataca el tema desde tres frentes distintos. Por un lado, penetra la mente y los argumentos de uno de los personajes más nefastos del siglo XX y sus experimentos torcidos. Otro flanco es el ambiente mundial después de la Segunda Guerra, donde regímenes como el peronismo protegen a los nazis en busca de una supuesta “tercera vía” entre el capitalismo y el comunismo. Finalmente, entre la situación mundial y la personal, el autor coloca la relación de Mengele con su hijo Rolf, y las justificaciones que avanzará para explicar su papel en los exterminios masivos de Auschwitz.

La obra es un documento fascinante sobre la “disonancia cognitiva”, un proceso psicológico descrito hacia finales de los cincuenta. Según la teoría de Leon Festinger, los seres humanos somos capaces de construir justificaciones que nos evitan la responsabilidad de nuestros actos. Por ejemplo, alguien a quien le han enseñado que “robar es malo” pero que se ve envuelto en una acción delictiva, debe construir una justificación para sus acciones. Después de afirmar que “robar es malo” y constatar que “yo estoy robando”, el sujeto creará una igualación cognitiva: “robar a un corrupto no cuenta” o “debo alimentar a mi familia así que estoy en lo correcto”, entre otras.

Ya hemos hablado en esta columna sobre el perdón a familiares que incurren en actos despreciables (http://www.el-nacional.com/noticias/entretenimiento/podemos-perdonar-dictadores_215401). Es por esto que resalta el libro de Olivier Guez, porque nos recuerda que, a pesar de correr y esconderse, Mengele no pudo escapar jamás al juicio de su propio hijo, Rolf.

La novela empieza con Mengele recorriendo las Avenidas de Buenos Aires. Recuerda con nostalgia sus años frente al laboratorio humano más grande del mundo. Era Mengele quien decidía el destino de los judíos de Europa en Auschwitz: a la izquierda, la muerte inmediata, las cámaras de gas. A la derecha, la muerte lenta, los trabajos forzados o su laboratorio, lleno de “material humano inadecuado”: enanos, gigantes, estropeados, gemelos… Carne que el doctor inyectaba, sangraba y medía tratando de producir superhombres arios de gran fertilidad. Fue así como obtuvo su sobrenombre de “Ángel de la muerte”.

Así, cuando acaba la guerra, Perón crea una compleja red detrás de su Oficina de Información para darle asilo a la peor escoria nazi. Diplomáticos y funcionarios corruptos en la España franquista, Suiza e Italia, protegen y reubican a los criminales de guerra. Perón cree poder triunfar donde Mussolini y Hitler fracasaron: la creación de un “eje no alineado”, independiente de la URSS y de los EEUU.

Son estas apuestas ideológicas y políticas las que destruyen vidas. Cuando gobernantes megalómanos disponen de la existencia de miles de personas para acceder a sus fantasías personales, el mundo entero se lanza a las fauces de la locura.

Los ciudadanos abrazan estos cantos de sirena y creen los cuentos oficiales. Es así como el “Círculo de Dürer”, una organización de nazis argentinos y alemanes que frecuenta Mengele, borra los testimonios de los campos de concentración de un plumazo: son “propaganda enemiga”.

De esta manera, creen que integrando a Adolph Eichmann al círculo tendrán explicaciones sobre lo que realmente ocurrió. El Teniente Coronel de las SS seguramente aclarará los malos entendidos en torno a la solución final. ¿Verdad que las intenciones y los actos de los nazis eran nobles?, le preguntan.

Sin embargo, el esbirro de Polonia no solamente confirma todos los rumores, sino que se ufana de haber logrado asesinar “seis millones de judíos” y lamenta no haber podido “completar su misión”, ante el horror de sus interlocutores argentinos. Así, los tontos útiles del nazismo suramericano, quienes creían que el nazismo era “puro”, descubren la verdad, narrada por un Eichmann que se regodea en los detalles más mínimos sobre las marchas de la muerte, las hambrunas, las cámaras de gas y los crematorios.

Ahora bien, Mengele es más precavido que el fanfarrón Eichmann. Jamás revela su identidad, razón por la cual el Mossad no logra ubicarlo. Cuando Israel identifica, secuestra y captura a Eichmann en 1959, Mengele cae en pánico y vuelve a esconderse.

Lo ayuda el “carnicero de Lyon”, Klaus Barbie. Este prospera en Bolivia, donde ha pactado con la CIA para que lo dejen tranquilo. A cambio de información sobre los comunistas en Alemania del Este, los americanos no le molestan. De hecho, la junta militar que instauró la dictadura en 1964 está muy contenta con sus asesorías sobre técnicas de interrogación y tortura.

La novela termina cuando el hijo de Mengele, Rolf, lo confronta en Brasil. Es la mejor escena de la novela, un juicio del cual el doctor nazi no puede escapar. Rolf se sienta en la sala y lo encara: ¿por qué fue a Auschwitz? ¿Qué hizo allí? ¿Es culpable de los crímenes que se le imputan?

Así, el asesino frío y calculador, capaz de silbar arias de Ópera mientras clasifica prisioneros y decide su muerte, vacila. Balbucea una justificación, propone comer algo primero. Le ofrece cerveza y vino a su hijo; intenta desesperadamente evitar el tema. Rolf insiste: no ha atravesado el Atlántico para beber cerveza. Quiere saber la verdad.

Josef Mengele empieza a justificar sus acciones. Apela a la necesidad histórica: “o hacíamos algo, o Alemania moría”, al deber de defender “la raza aria” y al proyecto alocado de Hitler de llegar a un millardo de alemanes en el año 2200. Rolf conoce todas estas teorías, así que insiste, “Papá, ¿qué hiciste en Auschwitz?”.

El doctor responde con el no muy original, “hice mi deber”. Había que purificar la sangre, liberar al cuerpo del virus extranjero. “Ayudé a la gente –explica el asesino–, seleccionando la mayor cantidad para los trabajos forzados, para que pudiesen sobrevivir. (…) Hice mi trabajo porque amo a Alemania, porque era mi deber moral y legal. No inventé Auschwitz, solo fui una pieza en el engranaje”, concluye.

Después de dos días y dos noches de discusiones, Rolf renuncia a la idea de escuchar a su padre arrepentirse. Se retira asqueado, incrédulo ante la frialdad de su progenitor. Jamás se vuelven a ver.

El doctor Josef Mengele murió en Brasil sin jamás responder por sus crímenes. Al menos no de manera pública ya que el desprecio de su hijo le hizo más daño que cualquier corte de la Haya. Tal vez sea ese nuestro consuelo: a pesar de que no podamos llevar a los dictadores a juicio, jamás podrán escapar a su infierno personal. La desaparición de Josef Mengele es una buena advertencia a todos aquellos que creen que pueden comprar su salvación con dinero, poder e influencia. Por más que huyamos o nos ocultemos, en Argentina, Bolivia o Brasil, jamás podremos escapar a los demonios que llevamos por dentro.

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El racismo norteamericano visto por Joe Lansdale

Publicado en: El Nacional.

http://www.el-nacional.com/noticias/papel-literario/racismo-norteamericano-visto-por-joe-lansdale_249615

Hace un año, las calles de la ciudad de Charlottesville se llenaron de supremacistas blancos. Agitando antorchas, la turba gritaba “los judíos no nos reemplazarán” y ondeaban banderas confederadas. Era una manifestación para proteger la estatua del General esclavista Robert E. Lee, que el gobierno local había decidido retirar. Rápidamente, la manifestación “Unite the right” degeneró en un choque violento: de un lado, supremacistas nacionalistas, del otro, el ala beligerante de la izquierda norteamericana, conocido como “Anti-Fa” (antifascista).

Así, la ilusión de una Norteamérica post-racial, con un Presidente negro a la cabeza, quedó hecha añicos. En lugar de reconciliar la sociedad con ella misma, los Estados Unidos jamás han lucido tan divididos. Después del mirage Obama, la cruda realidad del racismo ha vuelto a asomar su cabeza. Un Presidente soez, sin ninguna clase, capaz de molestar mujeres e insultar mexicanos, con un manejo del inglés que no pasa del segundo grado; es la encarnación de todas las fobias y complejos que los norteamericanos reprimieron durante ocho años.

 

Es difícil entender las tensiones raciales en los Estados Unidos. Es un país que masacra a su juventud afroamericana de manera ostensible y abierta, mientras el Ejecutivo indulta escoria humana como Joe Arpaio. Vale la pena entonces hacerse la pregunta, ¿cómo llegaron los Estados Unidos hasta acá?

Una de las respuestas que podemos dar desde la trinchera literaria es la excelente novela The bottoms de Joe Lansdale. El autor, de pluma afilada y precisa, nos transporta a un pequeño pueblo del interior hacia los años treinta. Combinando una trama policial con ciertos elementos de suspenso y horror, Lansdale ofrece una radiografía del racismo que llega hasta el ku klux klan.

 

Las sociedades esconden, detrás de sus códigos legales, la verdadera jerarquía social. Es la política-en-práctica, aquella máxima no-escrita que conocen todos los venezolanos: si usted tiene un problema con un militar, va a perder. Poco importa que usted tenga razón, que su automóvil no haya causado el accidente: si a usted le destroza el parachoques un General gordinflón de esos que pululan en el Fuerte Tiuna, vaya pidiendo dinero prestado para las reparaciones.

 

Es el diferendo que opone al policía local al resto de la población de The Bottoms. Un idealista que cree que todos merecen justicia, enfrentado a un pueblo para quienes “los negros siempre se están matando” y no deben ser atendidos.

 

La novela empieza con las presentaciones de rigor, donde aprendemos las duras condiciones de vida de los campesinos norteamericanos en los años treinta. Su familia, sobre todos sus dos niños, hacen avanzar el relato al encontrar un cuerpo colgado y torturado, como suele hacerlo el klan. Hasta allí, nada que inmute a la población:

 

“Los ‘colorados’ (colored) y los blancos somos diferentes. Usted sabe eso. En el fondo, lo sabe. Hay cosas que los colorados no pueden evitar, y yo creo que la gente se equivoca al culparlos por la forma en la que se comportan”, explica uno de los personajes.

 

Para la población, un violador en serie negro, que viola y mata mujeres negras, es poca noticia. Es algo “inevitable” que debe dejarse entre la gente de color. El problema, claro está, aparece cuando se ventila la posibilidad de que el violador empiece a atacar mujeres blancas:

“No te entiendo”, dijo Papá. “¿Tú crees que un colorado que mata a un colorado, está bien?”. “Sí, lo está”. “Y no te importa si se hace algo al respecto. Pero ahora me estás diciendo que tengo que atrapar a este asesino, porque puede matar a una mujer blanca. ¿Entonces, importa o no importa?”. “Sólo digo que una negra no es una pérdida”. “¿Y si el asesino es blanco?”. “Igual, no perdemos mucho”, dijo el señor Nación. “Pero resultará ser un negro, ya vas a ver. Y todas estas muertes no se van a quedar dentro de la población negra”.

 

El libro de Lansdale es un tour frenético por la intolerancia racial americana que acaba de volver al centro de la palestra con el Presidente Trump. En el pueblo de The Bottoms, un doctor no es más que un negro y vale menos que el borracho local. A pesar de la postura progresista del policía y de sus hijos, no pueden evitar que el ku klux klan siga aterrorizando a la población, o incluso que humille a la gente de color:

“Me apenaba ver a ese hombre de color tener que actuar así. Era grande y fuerte y hubiese podido arrancarle la cabeza a Doc Stephenson con un solo tirón. Pero de haberlo hecho, estaría guindando de un árbol antes del anochecer, con toda su familia colgando a su lado, así como cualquier otro colorado que tuviese la mala suerte de pasar por allí cuando el Klan hiciera su entrada a caballo”.

 

El libro de Lansdale está lleno de intrigas, hijos bastardos, razas mezcladas y bastante violencia. Es una novela deliciosa, extremadamente importante en la época de Black lives matter.

 

La población afroamericana contemporánea se ha ido de bruces denunciando maltratos y violencia policial. Sin embargo, igual que en The Bottoms, la respuesta del establishment es replicar Blue lives matter, es decir, la policía también importa. Escrito de otra forma, pobre policía inofensivo, miren cómo ese negro le rompe la matraca con su cara. Qué injusticia.

 

El trabajo de Lansdale se une a muchos libros más que exploran las tensiones raciales estadounidenses. Así, si usted es fanático de los libros policiales, de suspenso o de horror; y tiene curiosidad por el debate racial contemporáneo al norte del Río Bravo, The Bottoms de Joe Lansdale es un libro que no podrá dejar pasar.

Publicado en: El Nacional.

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Instrucciones para hervir sapos: destruyendo la democracia en Venezuela

Un viejo artículo del 2017 que republico para aquellos que preguntan, ¿qué pasó en Venezuela?

Hace casi diez años, en septiembre del 2007, Hugo Chávez anunció que Venezuela sería una potencia mundial. No fue la primera vez, ni la última, que el autoproclamado heredero de Bolívar le prometió prosperidad a los venezolanos. Sin embargo, en el 2016, Venezuela encabezó el índice de país más miserable del mundo por tercer año consecutivo. Así, enfrentado a una crisis económica sin precedentes, el heredero de Chávez, Nicolás Maduro, decidió volverse un dictador de corte clásico en marzo del 2017. Valiéndose de las instituciones que controla, como el Tribunal Supremo y el Comité Nacional Electoral, ha usurpado las funciones de la Asamblea Nacional. Desde Fujimori en Perú no se veía tal desparpajo a la hora de destruir la democracia. Parecía ser la gota que derramaría el vaso. Sin embargo, los venezolanos se encuentran acorralados y cansados, incapaces de reaccionar. Han sido décadas de embistes y golpes bajo la cintura a las instituciones. Chávez supo jugar a distancia. No era un sprinter de las dictaduras, como los Castro invadiendo la Habana. Él era un maratonista de la autocracia, capaz de cerrar una radio aquí, un periódico allá. Años de un boom petrolero sin precedentes le dieron el músculo financiero para corromper a todo el país. Entre el 2002 y el 2008, Venezuela perdió, literalmente, cientos de millardos de dólares. Chávez implantó una serie de cajas negras, inauditables, a las cuales entró el chorro de dólares más grande de la historia nacional. Hoy, con estos “bancos del desarrollo” exsangües, la población languidece. Venezuela es uno de los países más violentos del mundo. La pobreza ronda el 75% (la tasa aproximaba el 50% al llegar Chávez). Si este es el lúgubre panorama, ¿por qué los venezolanos no reaccionan? ¿De dónde viene la inacción y la desesperanza? ¿Cómo se logra consolidar un poder autocrático en el siglo XXI?

 

La teoría del sapo hervido

Todos hemos escuchado el cuento: si se quiere hervir a un sapo, no se le puede echar directamente en el agua caliente. El animal brincará, reaccionando ante el calor, y se escapará de la olla. Para hervir sapos, lo ideal es colocarlo en una olla con agua a temperatura ambiente. Luego, se aumenta la temperatura ligeramente. El sapo se acostumbra a su nueva situación y no se da cuenta de que la temperatura ha vuelto a aumentar. Cae en un letargo; el chef vuelve a subir el fuego… Cuando el agua empieza a hervir, el sapo ha bajado la guardia. Ahora no salta. Acepta y asume su destino con resignación.

 

Sapos a 20º C

El chavismo coincidió con la explosión de los blogs. A principios de siglo, antes de las redes sociales, me gustaba frecuentar páginas del gobierno y de la oposición. Curiosidad de etnógrafo, dirán algunos. En todo caso, en esa época, se podía discutir, intercambiar ideas, conocer diferentes puntos de vista. Con gran ingenuidad, supuse que había fronteras infranqueables para quienes se autoproclamaban “demócratas”. Razonaba que, a pesar de no compartir las ideas de tal o cual intelectual o bloguero, había ciertas “pruebas de fuego” inamovibles. Si Chávez empezaba a matar estudiantes, por ejemplo, todos nos sentiríamos escandalizados. Si empezaba a arrojar gente de helicópteros como Videla. Si hambreaba a la gente y compraba sus votos, como Mugabe. Ese tipo de cosas.

 

Así, una de las primeras “pruebas de fuego” fue la reforma de la Ley que copó al Tribunal Supremo de fichas pro-Chávez. Sucedió en el 2004, luego de que el Presidente explotara en una rabieta cuando el Tribunal determinó que no hubo golpe de Estado en el 2002. La reforma permitió a Chávez nombrar a dedo nuevos magistrados. Fue una jugada de claro corte autoritario. Clamaron los blogueros pro-gobierno: El Tribunal era una institución podrida, remanente del pasado burgués, etc.; debía ser reformado. La vida continuó.

 

Sapos a 40º C

La gran excusa a nivel internacional era que Chávez hacía elecciones. Votamos decenas de veces en pocos años; en teoría, era cuestión de refundar el país. En la práctica, el gobierno jugaba con dados cargados: se hacían elecciones sólo cuando se estaba seguro de ganarlas. Cuando Chávez perdió la reforma de la Constitución en el 2007, jamás aceptó los resultados. El Presidente, siempre tan poético él, gritó que fue “una victoria de mierda” y que las elecciones se volverían a hacer. Los blogueros pro-gobierno explicaron, analizaron, compararon con sistemas parlamentarios y citas de Toqueville o qué sé yo. La vida continuó.

 

Sapos a 60º C

Más allá de las afrentas a las instituciones, yo suponía que la violencia era una punto de no retorno. Podía entender que los blogueros se hicieran los juristas, pero ¿qué sucedería si estallaban los golpes, los empellones, los arrestos arbitrarios? En el 2009, el chavismo-electoral terminó de cristalizarse como movimiento abiertamente violento y beligerante. Hubo episodios anteriores, cuando opositores fueron baleados en marchas por militantes del gobierno. El ejecutivo siempre se cuidó de mantener su barniz pacífico; se distanciaba sistemáticamente de estas agresiones. La guerra ahora era contra “los medios de comunicación controlados por el capital y la banca internacional”, o algo por el estilo. Claro que quien dice “guerra”, dice “violencia”: reporteros del periódico Últimas Noticias fueron agredidos por una turba pro-gobierno. Esta vez, Chávez no se alejó de la violencia: la abrazó. Los agresores jamás fueron presos, más bien se les otorgó una medalla por “defender la patria”. Se nos explicó que los reporteros “provocaron” a los chavistas, por lo cual no sólo se merecían tal paliza, sino que acorralar a gente indefensa y lincharla en una turba era una gesta heroica digna de una mención.

 

Sapos a 80º C

Así, los sapos se fueron acostumbrando al calorcito en el agua. Cuando Chávez ordenó meter preso a su rival político por televisión, cuando le dictó una sentencia a una jueza que sólo siguió la ley, ya la suerte estaba echada. Los blogueros se habían desensibilizado. Escribieron artículos de un cinismo cruel, burlándose de la jueza. Ella denunció maltratos de todo tipo, incluso fue violada en la cárcel. A estas alturas, ya la discusión en los foros de estos blogs había desaparecido. Ni siquiera una carta del gran manitú de la izquierda, Noam Chomsky, les hizo apiadarse de la jueza o demás presos.

 

Sapos hirviendo

Poco a poco, los autoproclamados “luchadores sociales” que escribían letanías sobre la explotación del hombre por el hombre y el marxismo dialéctico, fueron defendiendo los atropellos. Gente que admirábamos, intelectuales del siglo pasado, justificaron con su silencio la aparición de un centro de torturas blancas conocido como “La Tumba”. Las instituciones iban cayendo, poco a poco. Se perdía la independencia de poderes. Nos acostumbrábamos a la violencia. El gobierno apresaba ciudadanos sin acusarlos. El Presidente gobernaba por decreto. El Presidente desaparecía, no pedía permiso a la Asamblea, y mandaba por Twitter desde Cuba. Los disparates se normalizaban. Cuando en el 2013, el chavismo le tendió una celada a la oposición, nadie se sorprendió. Diosdado Cabello mandó a cerrar las puertas de la Asamblea Nacional y trajo a sus guardaespaldas para golpear a los diputados. Los humilló, lo filmó y lo mostró en televisión. Nadie fue preso. Después de indignarnos, la vida continuó. Los sapos empezaban a sudar.

 

¿Alguien quiere ancas de rana?

En el 2014, la violencia se había convertido en la forma preferida de hacer política. Una serie de manifestaciones sacudió al país. Ahora sí que los sapos van a brincar. El pueblo ha dicho ¡basta! y se ha echado a andar… La represión fue brutal. A lo largo y ancho del país, el saldo final fue de más de 40 fallecidos, casi 500 heridos y 1800 detenidos. El gobierno movilizó sus grupos de choque, los mal llamados “colectivos”, para dispararle a la gente. Hubo manifestantes baleados por la espalda. Las nuevas tecnologías dejaron registro de los hechos. Fue la última vez que tuve un intercambio con un blog pro-gobierno. El autor, que nos explicaba todos los 11 de septiembre que la gran tragedia ese día fue el golpe contra Allende, era incapaz de cualquier tipo de empatía. Cuando le mostraron los videos de los colectivos disparándole a la gente, se hincó de hombros y dijo que cuaqluiera podía trucar un vídeo. “Muéstrame un vídeo en HD, filmado con equipos de verdad”, dijo. Le dediqué un artículo a tal disparate y dejé de leerlo definitivamente.

 

Estas son las razones por las cuales no hay una reacción explosiva e inmediata ante la última treta legal del gobierno venezolano. La historia corta es que, desde que la oposición ganó las elecciones legislativas en el 2015, el Tribunal Supremo ha hecho todo lo posible por anular la Asamblea. Ha recurrido a claras y flagrantes violaciones de la Constitución, como permitir que el Presidente presente un presupuesto nacional sin pasar por la Asamblea. Explicar que la “memoria y cuenta” no tiene que darse ante la Asamblea, como lo dice explícitamente la Constitución. Decir que las elecciones no convocadas en diciembre pueden esperar.

 

Así las cosas, en marzo del 2017 el Tribunal dictó una sentencia que usurpa los poderes de la Asamblea. Cansados de fingir que juegan a la democracia, se apropiaron sus atribuciones. Horas más tarde retrocederían, editando la sentencia para hacernos creer que ahora sí goza de legalidad. Todo lo demás, el burdo abuso de poder, la no-división de éstos, los presos políticos y las elecciones que no se convocan; todo eso sigue intacto.

 

Imagino que el bloguero pro-gobierno estará celebrando esta victoria de la extraña y torcida justicia chavista. No somos una dictadura, argumenta, porque se “editó” una sentencia que ahora sólo dice que la Asamblea está en desacato y no puede legislar.

 

Ya es demasiado tarde. El mal ha sido banalizado: los “luchadores sociales” que dicen “defender al pueblo” jamás admitirán sus errores. El chavismo implementa operaciones de agresión a los más pobres, como la “Liberación del pueblo” (sic), sin que ellos se inmuten. Chávez ganó, porque logró dividirnos y deshumanizarnos.

 

¿Qué sucederá en Venezuela? Difícil saberlo. Una parte de mí cree que el chavismo será salvado por Hugo Kim Jong-Un o Marisabel Kim Jong-nam, sus hijos. Algún tipo de transición; qué sé yo. Lo cierto es que el daño no es sólo económico, de infraestructura y caída del PIB. El daño es más profundo. Venezuela es un país incapaz de recordar lo que es vivir en democracia. Prohibir hablar mal del exPresidente es normal, hoy en día. Terminar en una mazmorra sólo por manifestar, tiene sentido. Que los jueces legiferen a favor del Ejecutivo es la única idea plausible.

 

Esto es lo que llevará más tiempo recuperar en mi vapuleado país.

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